[OPINIÓN] ¿Acuerdos en medio de la guerra?

Desde que se inició la cuarentena, yo he procurado salir a la calle cada dos semanas y únicamente para dotarme de “provisiones” alimenticias, especialmente aquellas que se dañan o acaban rápido, y sin las que una venezolana como yo no sabe vivir: el queso o los plátanos, por ejemplo.

Cada “encuentro” con la calle, con las mismas calles caraqueñas en las que me he movido por 30 años, ha sido una experiencia nueva. La primera vez, descubrí lo importante que es el sol caribeño en mi vida, lo mucho que lo extraño. Luego, peleé contra las ganas de abrazar a todos los conocidos que veía. Durante el confinamiento, arriba, en casa, sola, encerrada, he sentido un miedo inmenso de que el covid-19 nos hiciera perder –eternamente-  las ganas de acercarnos, aunque los venezolanos no necesitamos excusa para andar unos encima de otros. 

En medio del supermercado, me detuve a observar a la gente en este admirable mundo nuevo. Entendí que los ojos hablan, que las sonrisas sobreviven aunque estén cubiertas, y supe que nuestro espíritu de pelea sigue vivo cuando escuche a una señora mentarle la madre al gerente porque suben los precios a cada rato. “La verdadera pandemia son ustedes, nojoda”, gritó la mujer, con todo y tapabocas.

Al escucharla, me arropó el terror de quien ve su poder adquisitivo volverse leña con el paso de los días, pero también el alivio de sentir que el virus nos impone dos metros de distancia, pero no desaparece las causas que nos mantienen unidos.

Aunque, en aquel instante, me cuestioné mi poder de percepción: “¿Será que en Venezuela los precios suben varias veces al día todos los días, pero la dinámica no nos permite sentirlo con tanta intensidad como al toparnos los numeritos cada 15 días?”, pensé. El viejo síndrome de la rana hervida. Una nunca se da cuenta cuando la mamá o el marido engordan porque los ve todos los días, pero los visitantes esporádicos si lo notan enseguida.

Al salir, vi a  varios hombres vendiendo (pedazos de torta, panes caseros, etc.) de forma ambulante. “Estos coños de madres inconscientes de mierda”, pensé. Pero, un segundo después, mi cerebro se retractó. Esta es la realidad de la mayoría de la población mundial: el que no trabaja, no come. Y el que no trabaja hoy, no come hoy.

Muchos come flor se han dedicado a vendernos que “esta pandemia no discrimina, que nos mata a todos por igual”. Pero no, no me jodan. La  pandemia está develando todo lo que está mal y se reduce a una sola cosa: la desigualdad. Quizás el virus no discrimina, pero el sistema sí lo hace, de eso se alimenta.

En medio del confinamiento, están de un lado los que ven Netflix 24/7 y del otro los que tienen que montarse una torta, o 30 kilos de fruta, en el lomo y exponerse tanto a las miradas de reproche (como la que quizás yo solté) como al contagio propio y de los suyos.

Pero, en Venezuela, la mirada no nos impide reaccionar rápido y buscar accionar desde la empatía. Hace días, escuchaba algunos testimonios de los más de 20 mil venezolanos que durante las últimas semanas se han regresado de Colombia, Perú y Ecuador, víctimas de la xenofobia y los daños colaterales del coronavirus. A los migrantes les tocan los trabajos más duros y precarios, y son los primeros golpeados por las crisis. “No importa, lo que queremos es estar en el país ya, porque para pasar roncha aquí, prefiero pasarla en mi país. En Venezuela uno se ayuda, acá nadie ayuda a nadie, acá todo el mundo está solo”, decía uno en una entrevista.

Esa frase retumbó en mi cabeza durante muchos días pues descubrí que, básicamente, resume la razón por la que nunca me fui del país: porque lo conozco. La misma razón por la que afuera de estas fronteras, nadie entiende cómo los venezolanos seguimos vivos y sonrientes. Sobrevivir a una pandemia, sin duda, es mucho más difícil lejos de casa y la casa, para la mayoria de los venezolanos, es eso: la nación donde nacimos. 

Sin embargo, la realidad económica de Venezuela se viene poniendo aún más aterradora. Tratando de responder a una nueva espiral inflacionaria, y con el peso de las sanciones norteamericanas, el gobierno decretó un aumento salarial. Pero el ingreso mínimo mensual está en tan solo cuatro dólares, más o menos lo mismo que está costando actualmente un kilo de carne. 

Además, el ejecutivo insiste en establecer “precios acordados” con los mismos empresarios que día tras día y año tras año han vulnerado los pactos. Insisten que es posible asegurar que los empresarios no pierdan dinero y el pueblo puede acceder a los productos. ¿Pero en un sistema donde las ganancias de unos dependen de la explotación de otros, será realmente posible?

¿Cómo se establecen acuerdos en medio de la guerra? ¿Y en medio de una guerra atravesada por de una pandemia? Ésta es quizás la nueva interrogante que se ha apoderado de mi mente, que intenta, sin mucho éxito, encontrar respuestas… así sea en la historia universal. Seguimos.

Publicado originalmente en Venezuelanalysis.

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