[ARTICULITO 0-II] ¿Un cuento sobre la economía? Parte II

Del valor al precio.

Seguiremos aquí, discutiendo, o más bien proponiendo elementos para discutir, sobre eso que llamamos economía y que hemos calificado, simultáneamente como arma de destrucción masiva y como única religión efectivamente global.

El asunto es que, a largo plazo, aparece un peligro mucho mayor en la circulación de los excedentes y es que en la medida en que el manejo y la circulación de ellos (y su posterior maximización) se hagan el objetivo principal, y casi único, de la actividad económica, el sistema y la sociedad irán produciendo una transmutación de valores que reduce cualquier cosa a mercancía y de esta manera cualquier valor a “precio” ¿Qué eso del precio?.

La cuestión es que, realmente, las mercancías son bienes (¿Qué es un bien?) que se producen solo para ser vendidos y no para cubrir necesidades. El precio de una mercancía debería reflejar el valor de cambio de un bien que se ofrece a la venta, el cual debería, a su vez, establecerse por la cantidad de trabajo y del tiempo necesario para obtenerlo. Y hasta ahí eso pareciera ser así. Pero, el lío es que, en la existencia humana hay una serie de bienes y valores “inmateriales” que no deberían ser convertidos en mercancía, pues al hacerlo se degradan a sí mismos y degradan a las personas, ya que su verdadero sentido reside en su carácter de generosidad y gratuidad (dos categorías que no son económicas  y que por ello no caben en ningún libro contable).

Sé que algunos, de espíritu demasiado clásico, dirán que estamos hablando tonterías nada científicas, pero algo tiene que haber en ese sentido de lo humano cuando, según refiere Varoufakis en su trabajo “Economía sin corbata. Conversaciones con mi hija” (2013), está demostrado estadísticamente que se recauda más sangre, mucho más en realidad, en los lugares donde ésta se da de manera voluntaria que en los países donde la donación es remunerada.  Y ese «algo» de que hablamos, nos parece que tiene que ver con que hay valores que no pueden ni deben entrar en ese asunto de la ganancia por circulación maximizada de excedentes en que se basa la economía. Y por muy lógico que esto parezca en una exposición teórica, como ésta, no se puede obviar que, en la práctica, la existencia y reivindicación de esos ciertos valores inmateriales, ofrece consecuencias francamente subversivas.

La sangre no es el único elemento con valor “inmaterial” que se comercia y por ello el sistema ha diseñado ciertos procesos éticamente válidos para todos ellos. Hablamos también de “mercado del trabajo”, “mercado del sexo”, “mercado de la recreación y la cultura” y hasta “mercado del perdón”, expresiones que se han hecho corrientes y que manejamos con intensión aparentemente inocente aun cuando en lo concreto reflejan cosas verdaderamente poco humanas y profundamente deshonestas (¿inhonestas? ¿Ahonestas?) (El mercado)

La cuestión es que ese reduccionismo producirá consecuencias, parte de la acción de destrucción masiva de la economía, que son fatales para la sociedad humana, pues la absolutización de los excedentes se traduce en que la maximización del beneficio determina, desde que existe, todas las relaciones entre nosotros y produce la transformación obligada de la economía con mercado, entendido éste como el lugar de intercambio simple de valores de uso excedentarios, hasta las actuales sociedades de mercado, como la que actualmente sufrimos y que son estructuras sociales simplemente deformes y deformantes (aunque veremos un poco más adelante, de hecho ya lo hemos enunciado en la parte I de esta discusión, que en este proceso todavía hay un paso posterior sobre el que hablaremos, las sociedades-mercado).

Se acepta, y esta es una situación descrita  por diversos autores, que las sociedades de mercado se fueron estableciendo a medida que comenzaron a convertirse en mercancías tres factores de producción que originariamente no lo eran, es decir factores que originariamente eran bienes de uso y no mercancías.

  • El primero de ellos es el trabajo humano mismo, porque, por ejemplo, en el feudalismo europeo el siervo no trabajaba, en sentido estricto, para otro aun cuando el Señor de la tierra se quedaba con una muy buena tajada de lo que aquel cosechaba y producía.
  • Las herramientas (medios de producción) porque eran muy sencillos y los fabricaban los propios siervos a medida que las necesitaban.
  • Y la tierra, porque ésta no se vendía nunca. O nacías terrateniente o nacías siervo.

En Europa ésta situación parece que empezó a cambiar, cuando los terratenientes ingleses descubrieron que exportar lana o cueros les maximizaba aún más el beneficio que la apropiación de los productos en especie que obligaban a sus siervos a entregarle. Deciden por ello, reducir el cultivo de algunas tierras y dedicarlas a la cría de ovejas y ganado vacuno. Los siervos desplazados se vieron entonces, obligados a “buscar trabajo”, es decir a vender su fuerza de trabajo, único bien del cual seguían disponiendo, cosa casi completamente imposible hasta la aparición de las fábricas como consecuencia de la invención de las máquinas (Polanyi, K. En “La gran transformación”, 1944, añade que en la realidad a los siervos se les obligaba a ir por la fuerza a las fábricas). Fue así que la servidumbre degeneró en una forma de esclavitud que solo se diferenciaba de las formas anteriormente existentes por el uso de nuevas formas de tecnología, situación que con el desarrollo de ésta, se ha ido acrecentando progresiva y notablemente.

Según alguno de los sacerdotes de la economía, este proceso hizo que desaparecieran algunos prejuicios y convenciones ancestrales, por ejemplo quedó demostrado que era falso que la condición de siervo, las castas o la propiedad fuesen hechos naturales. Pero no les costó muchos a los siervos “liberados” de esas convenciones, comprender que la aparente libertad conquistada no pasó de ser una libertad para morirse de hambre, pues solo servía para algo si había alguien dispuesto a comprar su oferta de trabajo. Y cuando comenzaron a aparecer esos compradores de la mercancía «trabajo», comenzaron a aparecer también formas de esclavitud nunca antes vistas, trabajo forzado de niños de menos de 10 años, obreros encadenados día y noche a sus máquinas, mujeres pariendo en plena jornada laboral… Cosas que hoy en pleno siglo XXI podemos ver en varios países del llamado tercer mundo donde han ido a establecerse, en busca de mano de obra mejor explotable, las empresas transnacionales de las sociedades más avanzadas del capitalismo neoliberal, eso que de manera estúpida reconocemos como el primer mundo.

Y se llegó a la situación definitiva en la consolidación del capitalismo como sistema hegemónico, donde el trabajador ya no vende el producto de su trabajo, ya que ese producto le pertenece a otro, le pertenece al que compró lo único que él realmente podía vender pues es lo único que realmente le queda como posesión, su fuerza de trabajo. De tal forma que él termina convertido, transmutado, en una herramienta en la cual el capitalista gasta apenas lo indispensable para mantenerla en condiciones de ser usada.

Así, las desigualdades que trajo la revolución agrícola aumentaron aún más cuando se sumaron a las nuevas desigualdades que produjo la revolución industrial y el triunfo definitivo del precio sobre el valor.
De esas dos dinámicas fundamentales, degradación del valor a simple precio y transformación de la sociedad humana en nada más que mercado (sociedad-mercado) brotan una serie de conceptos, de maneras de funcionar, de calamidades, que reducen todo este proceso a “economía”. Es decir la degeneración de la relación de trabajo como mercancía y de la fuerza de trabajo a herramienta.

La deuda, el beneficio y la riqueza.

Otro de los asuntos que se generan a partir de la circulación de los excedentes es la deuda, la cual tiene, además, una relación especial con eso que  llamamos riqueza. Relaciones que vamos a intentar describir.
La deuda ha existido siempre. De hecho, en cierto sentido, es un concepto propio del ser humano. Pensemos en todo el contenido que posee la frase “estoy en deuda contigo”, o “es mucho lo que le debo a tal”. Esas son expresiones que pertenecen a lo mejor de nuestros sentimientos. Pero esa deuda que nos define se basa en la solidaridad y no hace al otro acreedor, formal, nuestro.

Pero, a medida que se va produciendo la transmutación progresiva de toda forma de valor en “valor de cambio” (o en “valor” como genéricamente lo denominaba Marx), también la deuda se hace mercancía y pasa a convertirse en forma o manera de acumulación de la riqueza. Y eso hace que el dinero se haga fecundo por sí mismo, es decir que del dinero en si comience a generar nuevo dinero, algo completamente absurdo. Pero es que ha aparecido ese otro elemento que es el “interés monetario”. La palabra “interés” deriva de la palabra griega “τοκετός ”, que significa “hijo” y que proviene del verbo “tiktô” que es engendrar. Así el “interés” es “lo engendrado” pero además engendrado por una extraña y misteriosa forma de preñez.

Si pensamos así, entendemos por qué algunas culturas anteriores, la griega, el islam, el cristianismo originario, las asiáticas y algunas americanas se fundamentaban en una sólida crítica a la usura. En esos momentos se consideraba que enriquecerse con la necesidad o el dolor del otro era simplemente una bajeza inhumana. Pero la economía ha cambiado de tal forma que las culturas actuales, completamente globalizadas, han eliminado ese limitante ético.

Consecuencia de esto es que el beneficio, que antes era solo medio para otra cosa, se convierte en el fin u objetivo en sí mismo. Así, el dinero pasa a ser la parte más importante del proceso productivo, porque ya no se contrae la deuda para comer, sino que se necesita contraerla para poder ser. Y así, el beneficio se transforma en el verdadero y supremo objeto de culto de la única religión universal existente: la economía.

En las sociedades con mercado, el beneficio no fue un fin en sí mismo, la deuda no tenía tanta importancia. Los poderosos se enriquecían de otras maneras, robando, por ejemplo, a otros señores más pequeños, con favores del Rey, robando lo producido por los siervos, con guerras… Pero cuando se pasa a ser «sociedad de mercado» la riqueza se alimenta, se produce y reproduce, desde la deuda que se vuelve así indispensable. Y por supuesto, al tener que pagar préstamos y con altos intereses, habrá que producir más barato y vender más caro, y para ello habrá que pagar los más bajos salarios posibles y todo lo demás… Todo, con tal de no ser eliminados por la competencia.

Es necesario que reflexionemos más cuidadosamente este mecanismo perverso y deshumanizador de la deuda, que aparece como resultado de ese proceso de transmutación  (fetichismo también lo llamaba Marx) al que nos referimos. Estar en deuda, decíamos, constituye un rasgo fundamental dentro del grupo humano organizado comunitaria o socialmente, de hecho todos somos seres necesitados y todos somos deudores de otros, aunque en sentido concreto, nadie es acreedor de nadie. Se esperaría que la relación deudor-acreedor debiera afectar solo un pequeño aspecto, bien parcial por cierto, de la vida, pero nunca a su totalidad como efectivamente lo hace. Pues con la transformación de cualquier valor de uso en simple valor de cambio, y con la creación de una sociedad de mercado, el “estoy en deuda contigo”, tan rico, tan humano y tan necesario, transmuta, se fechitiza en “eres mi prestamista” ya entonces aparece el acreedor que me domina. Y con ello, las relaciones humanas se degradan a simples relaciones de mercado. Uno escucha en estos días a un economista hablando por ahí de que “los mercados nos castigan”, como si los mercados fuesen una suerte de dioses con poderes supremos sobre nosotros. Ellos simplemente son grupos sociales concretos y deberíamos ser nosotros los que los controláramos, si no hubiésemos decidido entregarnos a ellos, vendiéndoles a precio de gallina flaca nuestra alma cual fracasados Faustos, lo cual ocurrió cuando la sociedad con mercado se pervierte y degenera en sociedad de mercado.

Así, la deuda se ha convertido en el combustible que produjo la revolución industrial (y las posteriores revoluciones tecnológicas) y que sin dudas creó muchas e inmensas riquezas y simultáneamente lleno al mundo de inmensa infelicidad. Pero el asunto es que en la sociedad que hemos construido la deuda es para el poder del Capital, algo parecido a lo que es el infierno para el cristianismo, una idea muy desagradable pero muy necesaria para la estabilidad y mantenimiento del poder en sí mismo.

Pero, además, las deudas, o más bien “la deuda”, requiere para poder existir, una serie de condiciones que ellas mismas van generando. Seguiremos en la siguiente parte de esta discusión, en el próximo texto de la parte III, trabajando en ese camino, para desarrollar un poco el rollo de las crisis, los bancos y el Estado. De todas maneras ya esto se estaba haciendo demasiado largo…

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