[OPINIÓN] A un año del Plan de Recuperación: ¿Vamos bien o bamos vien?

Evaluar el desempeño del Plan de Recuperación a un año de su lanzamiento no es una tarea sencilla y deben considerarse varios detalles no menores a la hora de hacerlo: Sus promotores y defensores inmediatamente nombran el bloqueo  como culpable de que las cosas no  hayan salido como estaban planificadas o al menos como todos esperábamos que salieran. Tiene sentido, pero también se trata de una tangente fácil.

Si bien no puede obviarse esta variable –convertida ya en constante–, el problema es que quienes parecen haberla olvidado fueron los diseñadores y ejecutores del plan de agosto. En este sentido, decir que el Plan de recuperación no funcionó por el bloqueo, es equivalente a decir que una estrategia de guerra X no le funcionó a un país Y porque… existe la guerra. Se ponga como se ponga, el caso es que el plan de recuperación debió haber previsto no solo la permanencia del bloqueo sino su recrudecimiento. Y si no lo hizo o haciéndolo no pudo contrarrestar sus efectos, entonces se trata de un plan que no tuvo éxito.

Por lo demás, hay que recordar que en más de una ocasión voceros oficiales del gobierno aseguraron que eso no podía seguir siendo usado de excusa, “que la guerra económica siempre va a existir mientras el pueblo venezolano tenga la voluntad de ser soberano e independiente”, que “debemos concentrarnos en construir nuestro destino”, en “crear condiciones para una estabilidad económica” que “no podemos optar en vencer y morir, es necesario vencer”, etc.

Por ejemplo, en la rueda de prensa del ministro de comunicación del 18 de agosto de 2018, se afirmó con respecto al uso de El Petro y el anclaje a éste del Bolívar Soberano, “que significaban la muerte de dólar paralelo y servirían para enfrentar las sanciones y el bloqueo”. De hecho, el propio presidente en una reunión del IV Congreso del PSUV el 30 de julio del año pasado, hablando del plan (todavía no revelado), lo dijo así:

“¿Que el imperialismo nos agrede? Basta de lloriqueos vale, ustedes no me ven lloriqueando a mí, ni los nombro ya, no me ven lloriqueando frente al imperialismo. Que nos agreda, nos toca a nosotros producir con agresión o sin agresión”.

Lo que todo esto evidencia es que no solo estaban bien conscientes del contexto del bloqueo y la guerra económica, sino que claramente el Plan surgió con el propósito de hacerle frente: era parte formal de su oferta.

Pero a nuestro modo de ver, y esto es lo segundo, no es el bloqueo la única cuestión a tener en cuenta a la hora de evaluar el desempeño del plan de recuperación. Son también otro par de cosas, que tal vez resultan obvias cuando se las dice pero que en realidad no lo son tanto:

1) ¿Estamos aún a alturas de poder hacerlo?

2) ¿De cuál plan exactamente estamos estamos hablando? Nos explicamos:

Con respecto a lo primero, el punto es que ciertamente ya que estamos al año de los anuncios, dado todo lo ocurrido de entonces a la fecha y cómo pinta el panorama por venir, hacer una revisión y balance surge como necesidad. No obstante, puede que esta sea una necesidad de nosotros, la gente de a pie, pero no del gobierno y los responsables del plan, pues, en honor a la verdad, las pocas veces que se habló de metas concretas (lo que incluye plazos específicos y no simple declaraciones de intención o deseos), los resultados se situaron por la medida bajita para dos años e incluso cinco, motivo por lo cual técnicamente hablando todavía no deberíamos estar esperando nada bueno del mismo.

En el discurso del IV Congreso del PSUV que citamos más arriba, se puede escuchar al presidente cuando lo dice: “Yo calculo unos dos años para lograr un alto nivel de estabilidad, que podamos ver los primeros síntomas de la prosperidad nueva, económica sin abandonar la protección y la seguridad social, en la vivienda, en la educación, en la salud, en los bonos, en las pensiones, en los Hogares de la Patria”. Y más adelante: “Ahora tenemos el programa integral más avanzado que jamás hayamos tenido, por lo menos en 5 años, para la recuperación económica del país, para el crecimiento de las fuerzas reproductivas y por la vía de la recuperación y el crecimiento lograr una situación de prosperidad económica”.

Aunque también es verdad que en ese mismo discurso el presidente habló de alcanzar “victorias tempranas” “por las buenas o por las malas” a partir del 20 de agosto, especialmente en lo referido a precios, no cabe dudas de que este es un aspecto importante a tomar en cuenta a la hora de realizar una evaluación. Y es que en sentido estricto, así puestas las cosas, entonces es muy temprano todavía. Pudiéramos tal vez reclamar la falta de victorias tempranas. O decir que fueron efímeras, pues si a ver vamos el poder adquisitivo solo se recuperó por un par de semanas y más bien como resultado de la reconversión y mientras todos los ajustes de precios correspondientes se realizaban, que cuando lo hicieron los pagamos con creces.

Pero los problemas en torno a esta conclusión son más que obvios: ¿tenemos los venezolanos y las venezolanas dos o cinco años para esperar? ¿Y qué pasa mientras? Por otra parte, ¿esperar dos o cinco años que significa:

a) ¿que iremos progresivamente mejorando hasta llegar a buen puerto?

b) ¿que iremos un pasito para delante y dos para atrás?

c) ¿que debemos atravesar un desierto abrasador, de carencias y de penurias para entonces dentro del término planteado y casi como en un relato bíblico advenir al crecimiento y la prosperidad?

Esto por no hacernos una pregunta todavía más trascendental: ¿cuál sería el tipo de sociedad y economía resultante al término del “Plan de Recuperación”?

Lo cual nos lleva al segundo punto: ¿de cuál plan exactamente estamos estamos hablando?

En efecto, más que todo lo anterior –el bloqueo, los lapsos de espera– creemos que la principal dificultad para evaluar el Plan de Recuperación es que todo indica que no estamos hablando exactamente de un plan sino de al menos dos. Y dependiendo de cual se escoja podremos hablar de los resultados buenos o malos, de fracaso o éxito, etc.

Esto es algo sobre lo cual venimos comentando en esta página desde el inicio mismo de las reformas de agosto, a las cuales hicimos varias observaciones siendo la constante que la mayoría –por no decir todas– lucían atrapadas en un lógica contradictoria donde no solo los medios y mecanismos puestos en práctica tendían a agravar los problemas planteados como metas objetivos a resolver, sino que entre las propias metas existían contradicciones profundas, en la medida en que en el mejor de los casos podían alcanzarse por separados pero no juntas, y de hecho, en más de un caso, el que fracasara una era condición de que se lograra otra.

Así las cosas, a nuestro modo de ver en agosto se lanzaron, como decíamos, dos planes: un primero que pudiéramos llamar “heterodoxo-progresista”, que dominaba la escena contemplando el anclaje del Bolívar Soberano a El Petro y de éste al barril de petróleo, la recuperación del poder adquisitivo, los precios acordados, etc. Y una versión ortodoxo monetarista más bien en segundo plano, que planteaba combatir la hiperinflación reduciendo el déficit fiscal y recortando la emisión monetaria.

El caso es que el primero duró exactamente tres meses y ocho días, pues ya que en ocasión de la famosa “corrección” del 28 de noviembre de 2018 este plan fue abandonado o relegado a un segundo plano para dar entrada de manera abierta a la versión ortodoxo monetarista. Ya para ese entonces se había eliminado la ley de ilícitos cambiarios. Sobre la cual dijimos que, entre otros detalles, tenía el de ser lo suficientemente ambigua como para no aclarar si la despenalización del intercambio de divisas suponía solo el mercado cambiario formal o implicaba también las transacciones comerciales corrientes. Lo visible en ese momento fue el desanclaje del Bolívar Soberano a El Petro, así como la formalización de éste en dos versiones: una como unidad de cuenta sobre la cual se anclaron determinados valores pero fundamentalmente el salario. Y otra como cripto-activo especulativo que variaría conforme aumentara el DICOM (de hecho, el tipo de cambio se obtenía de dividir el valor de el petro cripto-activo entre 60 y viceversa, sin que se haya dado razón alguna para ello). Allí comenzó de nuevo la cacería del tipo de cambio oficial sobre el paralelo, que hasta el sol de hoy no se detiene ni siquiera por la definitiva liberación cambiaria ocurrida entre abril y mayo de este 2019.

Sobre este particular, hay que agregar que se requiere de un esfuerzo enorme de condescendencia analítica para decir, como hacen algunos y algunas, que fue un error dejar lo salarios anclados a El Petro como unidad de cuenta, mientras todos lo demás se ancló al dólar DICOM primero y bancario después. A ese nivel de política económica no caben semejantes errores no forzados: evidentemente se trató de una decisión deliberada cuyo propósito era –y es– comprimir los salarios para por esa vía contraer el consumo, ralentizar los precios y de ñapa, reducir el déficit fiscal, tanto disminuyendo en términos reales la emisión monetaria y el presupuesto público como achicando las nóminas del Estado, pues la destrucción operada sobre los salarios trajo consigo la del empleo formal y los derechos laborales asociados, que también alcanzó al sector privado abaratando a más no poder la mano de obra.

El logro inmediato de esta política ortodoxa ultraliberal y ultramonetarista fue ciertamente la ralentización de la hiperinflación, que pasó de variaciones porcentuales por encima de 100 entre finales de 2018 y hasta febrero de 2019 a variaciones por debajo de 50% los siguientes meses, incluso tomando en cuenta los reportes de la AN en desacato para los meses de mayo, junio y julio (las cifras BCV se actualizaron hasta abril). El problema es que se trata de un logro pírrico, no porque sea poco sino porque se trata de un logro frágil (técnicamente ya no estamos en hiperinflación, pero las condiciones para que retorne están a la espera de un desencadenante y en todo caso a los niveles salariales actuales variaciones mensuales de precios en torno al 30% no es poca cosa) alcanzado al precio de contraer el poder adquisitivo y la actividad económica en general a niveles de pauperización, destruyendo los salarios, el empleo formal y el propio Bolívar soberano, que en un año de vida no ha perdido todo su valor por la única razón de que técnicamente es imposible que se devalúe por debajo de cero.

De tal suerte, al día de hoy 20 de agosto de 2019, el tipo de cambio oficial de apertura es de 14.483,54 bolívares soberanos por US$. Si tomamos en cuenta el tipo de cambio con que arrancó el Plan de Recuperación hoy exactamente hace un año (60 bolívares soberanos por US$), estamos hablando de una variación de 24.039,23%, lo que equivale a una depreciación del 99,58% de la moneda venezolana frente a la norteamericana.

En lo que a salarios refiere, el mínimo decretado en el arranque del plan (1.800 bolívares soberanos) equivalía a 30 US$ mensuales (11 veces por debajo del promedio regional) y con el cual entonces se compraban 20 kilos de pollo al precio acordado de entonces. Hoy día el salario mínimo de 40 mil soberanos equivale a 2,7 US$ mensuales (122 veces por debajo del promedio regional). Y con él, dependiendo del lugar, se pueden comprar uno o dos kilos de pollos en el mejor de los casos.

En lo tocante a la reconversión, en menos de diez meses se necesitó una ampliación del cono monetario, que hizo pasar el billete de más alta denominación de 500 bolívares soberanos a 50.000, ampliación que por la vía de la práctica eliminó el cono inicial del 20 de agosto, siendo que el de 500 y 100 todavía circulan porque los de 10.000 y 20.000 no se consiguen y no sacaron de 1.00 y 2.000.

Como si esto fuera poco, la política contractiva que no solo pulverizó en tiempo récord el valor del Bolívar también lo está terminando de sacar de circulación. El billete de más alta denominación en agosto 2018 (500 bolívares soberanos) en la actualidad equivale a 0,03 centavos de dólar. Mientras que el de mayor denominación actual  (50.000 bolívares soberanos) a 3,4 dólares. Pero de hecho, si usted divide toda la cantidad de bolívares que según el BCV en su último reporte circulan actualmente en nuestra economía, termina resultando que toda esa masa a primera vista gigantesca, equivale a 761.672.100 US$. Es menos de la mitad de la fortuna declarada por Lorenzo Mendoza, al cual le alcanzaría más o menos el 45% de la misma para cambiarle al BCV todos los bolívares y dolarizar definitivamente las cosas.

Por eso, ya alrededor del 50% de las transacciones comerciales en general (y entre el 70 y el 90% en áreas específicas, como repuestos de vehículos, compra-venta de vehículos, inmuebles, línea blanca, etc) se realizan preferentemente en dólares, pero también en otras monedas y medios de pago distintos al Bolívar, lo que incluye el trueque para el comercio informal al detal y prestación de ciertos servicios que pueden pagarse con comida. Todo esto mientras los influencers oficiosos celebran por que El Petro de cripto-divisa concebida para sortear el bloqueo hasta el momento para lo que ha quedado es para pagar ropa en Traki.

Las cifras son tan absurdas en lo que tiene que ver con lo monetario y lo cambiario que de no haber mediado la reconversión el tipo de cambio actual sería 1.483 millones de bolívares fuertes por cada dólar. Tan absurdas como de miedo son las que reflejan la envergadura de la contracción económica, que ya ronda 60% en 5 años y medios consecutivos de caída libre del PIB: a finales de este año podemos tener una economía equivalente al 30% del tamaño que tenía en 2012-0213.

Por último, pero no menos importante: hay que tomar en cuenta que las políticas de reducción del déficit fiscal y contracción del consumo incluso en condiciones normales son siempre terriblemente impopulares y sus efectos nocivos para la población. Para no ir tan lejos allí tenemos el caso reciente de Argentina con Macri, cuya política económica desde el principio ha sido exactamente esa y ya vemos en lo que está terminando. O la de Caldera en 1996, la Agenda Venezuela, contra la cual Hugo Chávez planteó la Agenda Alternativa Bolivariana en una dirección totalmente distinta. Sin embargo, hacerlo en una contexto de contracción económica ya inercial de cinco años de caída libre es poco menos que suicida.

Debido al mutismo oficial en la materia, el déficit fiscal actual no se conoce, pero para mediados del año pasado rondaba el 20% del PIB. Y el caso es que para cerrar un déficit tan grande no solo hay que reducir el gasto público nominalmente y/o en términos reales, sino que debe acompañarse de un incremento sustancial de los ingresos del Estado, generalmente por la vía de los impuestos o en nuestro caso a través del aumento del ingreso petrolero. Si no es así, se crean las condiciones para una hecatombe fiscal, que aparece como el corolario de la contracción económica. Al menos desde Keynes se sabe que en contexto de contracción las medidas de reducción del déficit fiscal contrayendo el gasto causan justo el efecto contrario, por la simple razón de que –sobre todo en economías como la nuestra con peso tan importante del sector público– menor gasto público se traduce en menor consumo, menor consumo en menos ventas y menos ventas en menor recaudación impositiva.

Si a eso se le suman los problemas bien conocidos y no debidamente combatidos de elusión y evasión fiscal, pero además las largas listas de exoneraciones fiscales aprobadas como “estímulo” a los empresarios, todo en un contexto hiperinflacionario, de contracción monetaria y caída estrepitosa del ingreso petrolero por la caída de la producción de PDVSA, termina resultando el cuadro que tenemos ante nuestro ojos en lo que al Estado y los servicios públicos: la situación que ya era crítica ha degenerado en una paralización virtual en muchas áreas y una inoperatividad que acaba imponiendo en la población y el sentido común la “necesidad” de privatizar. Es una formula de shock repetida hasta el cansancio en otros contextos y momentos. Diríase que se está haciendo a propósito, si el caso no fuera que se trata de un gobierno que se inscribe y reclama en la tradición totalmente contraria…

Y todavía llevamos apenas un año de plan y no hemos cumplido los dos o los cinco que proyecta el gobierno…

Qué dice usted: ¿vamos bien o bamos vien?

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